Recuerdo perfectamente la primera
bofetada de mi padre. Tenía 4 años y estaba en el baño, con los
labios mal pintados y una toalla sobre la cabeza con la que imaginaba
que tenía una larga melena. Con el cepillo de pelo de mi madre a
modo de micrófono jugaba a ser cantante de unas canciones que
hablaban de amor en un italiano inventado. Un día mi padre entró
sin llamar y al ver esa escena ridícula se quedó atónito. Con la
cara desencajada me pegó una bofetada tan fuerte que aun me duele.
Nos quedamos paralizados, mirándonos. No sé quién de los dos tenía
mas miedo. Entonces me cogió literalmente de un puñado y me arrojó
a los pies de mi madre: “Ahí tienes a tu hijo, te ha salido
maricón” dijo marchándose al bar dando un portazo.
Mi padre nunca volvió a hablarme con
normalidad y mientras yo seguía jugando a escondidas a ser quien me
sentía de verdad, él seguía empeñado en esa tarea tan cruel como
inútil de enderezarme a base de insultos y bofetadas. Me prometí a
mi mismo no llorar delante de él y lo cumplí, por fuerte que fuera
el golpe o por mucho que dolieran sus palabras. Ya lloraba lo
suficiente a solas, frente al espejo, mientras veía mi cuerpo como
un disfraz elegido por error en una grotesca fiesta de carnaval.
Llegarían otros insultos en el
colegio, más golpes en el instituto, susurros entre risas en la
taberna e incluso alguna pedrada en el baile de las fiestas del
pueblo. Pero yo seguía sin llorar, como una especie de victoria
personal en esa lucha por no pagar por un error que no era mío.
Cuando cumplí 17 años mi madre me
llamó a la cocina. De repente, sin saber cómo, se había hecho
mayor. Sacó un pequeño fajo de billetes de un pañuelo que guardaba
cuidadosamente bajo el sostén y me dijo: “Llevo años fregando
portales a escondidas de tu padre para ahorrar este dinero. Cógelo,
es tuyo. Quiero que te vayas, lo más lejos posible. Ni tu padre, ni
el pueblo y ni muchas veces y misma estamos preparados para lo que
eres y lo que llevas dentro y no debes permitir que eso te destroce
la vida”. Cogí ese dinero y sin despedidas ni lágrimas ni
equipaje me subí al primer autobús que pasó por la carretera y que
me cambió la vida.
Algunas personas necesitan crear su
propia versión del mundo, como una realidad paralela, para
sobrellevar su realidad que les supera. Es como si necesitaran de la
magia para vivir. Yo soy una de esas personas y cuando creí que todo
estaba ya perdido tuve la enorme suerte de ver que mi magia se hacía
realidad. En todos los sentidos.
Hoy en día sigo cantando canciones de
amor, pero el italiano ya no es inventado, es playback. Y no llevo
llevo toalla en la cabeza, que no ésto no es un spa... llevo
pelucón, ¡y mis buenos dinerales me cuestan! Hoy en día ya no
lloro, pero para que no se me corra el rímel, maricón, que parezco
un oso panda. Hoy me miro al espejo y sigo viendo los mismos ojos
asustados, pero el disfraz es otro y soy por fin la reina de la
fiesta.
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