A María le
gusta hablar sola. Lo hace a todas horas, en casa, en la calle, en el
trabajo... Hace tiempo que se acostumbró a que la miraran como a un
bicho raro y dejó de disimular con los auriculares del móvil para
que pareciera que mantenía una conversación telefónica. María es
una chica tímida, de pelo encrespado y mas pecas que lunares. Cuando
habla le gusta hacerlo despacio y pronuncia las consonantes como si
fueran una barra fija donde las vocales practican sus ejercicios de
danza.
Esta mañana
María salió a dar un paseo. Mientras miraba un escaparate se fijó
en su reflejo. Estaba hablando sin más compañía que la de su
sombra y sus sueños. Y allí, sin poder parar de hacerlo, se dio
cuenta de que en realidad no hablaba sola, ni a su propio reflejo.
María fue consciente en ese mismo instante de que en realidad
hablaba con él. Lo hacía desde hacía años. Lo hacía así como
sin querer, aún sabiendo que no estaba y de que probablemente nunca
lo estuvo. Le contaba lo que había hecho durante el día, pero solo
lo importante, para parecer que había sido interesante. Hablaba con
naturalidad y cierta gracia, para enmascarar el peso de la ausencia,
como si no sintiera que su corazón estaba aún mas encrespado que su
pelo y que tenía mas lunares que pecas.
María siguió
hablando en voz alta. Y supo que lo haría siempre porque era a él a
quien hablaba. Aunque el mundo creyera que seguía hablando sola.
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